Después del amanecer
la mole del peñón diáfana
se esconde tras las grúas,
los bidones y los angares del puerto
con timidez impostada.
Toneladas de cemento cubren la playa del Chorruelo
y los castillos de arena
que niñas como yo
levantaron en esta orilla azul
de espumas cortas.
Tumbaron los despojos de la Torre del Espolón
para levantar otra torre
más gris, locuaz y políglota.
Las escaleras escondidas de ese hotel de postal
que anteayer albergó a los que trocearon los mapas,
te llevan al mar y sus verdes murmullos,
a la algarabía de esos niños glaucos que pisaban las olas
o a las puntas de los pies cristalinos
de aquellos adultos que sabían sonreír en cinco idiomas.
Hoy son fantasmas salados
que duermen bajo el óxido
o bajo la majestad de los portacontenedores.
Solo las gaviotas son las mismas:
sus graznidos, puñales que trocean la mañana.
